When you ain’t got nothing
Hay una frase que me acompaña desde que uno de mis colegas poetas me la repitiera casi religiosamente cada vez que nos veíamos. «When you ain’t got nothing, you got nothing to lose», me decía, tirando de cierto flow de la costa este de Estados Unidos y un timbre próximo al de los Wu-Tang Clan, todo ello a pesar de que la cita es nada más y nada menos que de Saint Bob Dylan.
La frase nos venía al pelo porque nos daba la épica que necesitábamos: no teníamos nada que perder por perseguir aquello con lo que soñábamos. ¿Qué era? No lo teníamos muy claro por aquel entonces y mucho menos lo tengo ahora. Escribir un buen poema, podría ser (pero no lo creo). ¿Componer alguna buena canción? El éxito, el aplauso, quizás. Convertirnos en un mito. No lo sé. Ni siquiera creo que quisiéramos trascender de algún modo. Diría que lo único que queríamos, muy por encima de todo eso, era que las mujeres nos hicieran caso.
De todos modos, cuando no tienes nada que perder, y si encima vives una adolescencia aletargada como era la nuestra, al miedo más grande al que te enfrentas es al de no cambiar, al de acomodarte, al de quedarte estancado abrazando tu nada más fría y humillante, lo que en un proceso racional natural suele llevar a comportamientos y actitudes autodestructivas que buscan romper constantemente con el flujo natural de las cosas.
No es raro todo esto. A muchos nos ha pasado. El deseo más genuino e inocente que podíamos tener por aquel entonces era el de ver el mundo arder. Si en la entropía no habíamos logrado tener nada, lo lograríamos tener en el caos. Y si no, no pasaba nada, ya nos buscaríamos otro río revuelto en el que pescar.
Hay que ser muy hábil y muy valiente, o bien muy torpe y muy tonto, para salir del nido y construir, a partir de ahí, tu vida en un solo sentido. Supongo que hay pasiones sordas a toda duda, pero en nuestro caso no era así. Nuestra única manera de construir algo nuevo pasaba por avanzar destruyendo todo lo anterior.
Cada año rechazábamos a quien habíamos sido el año antes. Nos avergonzábamos constantemente de todas las etapas que habíamos pasado.
¿La carrera que habíamos decidido hacer? Mal, teníamos que haber hecho otra. ¿Aquel libro que ganó aquel premio y que publicamos? Mal, era muy inmaduro, el próximo será mejor. ¿Aquel deporte al que le dedicamos tantas horas de nuestra vida? Mal, una pérdida de tiempo, mejor hubiéramos hecho (insertar aquí cualquier idea peregrina). Y así con todo.
Pero no sólo eso, llegaría un momento en el que íbamos a ser conscientes incluso de que en el futuro más próximo aborreceríamos también aquello que estábamos haciendo en ese preciso momento. Esa autoconsciencia nauseabunda y errática (e infantil) siempre hizo todo lo que pudo por jodernos bien.
¿Y hacía donde nos condujo todo eso? Pues hacía donde nos había conducido hasta entonces, hacia la más absoluta nada.
Por aquellos tiempos escribí estos versos que recuerdo con frecuencia:
«Por muchos errores he pasado
hasta llegar a este en el que estoy».
La inseguridad con la que nos movíamos era de unas dimensiones tremebundas, pero nos daba igual, nos daba absolutamente igual. Nos arrastraba la corriente, pero estábamos seguros de que aparecería un árbol al que agarrarnos. Y si no aparecía, pues lo dicho, nos la pelaba.
When you got something
Pero las cosas cambian, vaya que si cambian. La vida muta completamente en cuestión de pocos meses y los poetas, poco a poco, se van convirtiendo en ingenieros, profesores, funcionarios y gestores de riesgos en grandes bancos.
Algunos se casan, otros emigran, otros comienzan a ir a terapia y otros, incluso, tienen hijos.
De pronto, sin que ninguno se dé cuenta, la autodestrucción que los acompaña se detiene. El martillo hidráulico que atruena su realidad se atasca. Y la vida comienza a poner piedras una encima de la otra, mezclar el mortero, elegir un blanco roto para las paredes. Y, con un poco de suerte, salvo algún caso, termina por construirles una casa en la que vivir, algo que no estaba en ninguno de sus sueños, pero que les hace por fin felices.
Sin comerlo ni beberlo, los poetas se encuentran de repente con algo entre sus manos. Algo que (¡uy, vaya!) ahora no quieren perder. Algo que les va a ir cambiando de manera radical su actitud frente a la vida. Su arquitectura emocional, que antes era de barro, ahora se apuntala bajo unos parámetros nuevos y sólidos, y su visión se desplaza del más cortoplacismo al más lejano de los plazos, a años o incluso décadas vista.
De repente, los poetas sí tienen algo que perder, y el miedo a perder ese algo los transforma en personas nuevas.
Políticamente, aquellos que eran comunistas utópicos, pasaron junto a Marx para convertirse temporalmente en socialdemócratas, hasta que la socialdemocracia les defraudó (que es algo que ocurre relativamente rápido) y continuaron su camino a través del liberalismo social, el neoliberalismo y el conservadurismo. Dónde se detuvo cada uno es cosa privada.
En el sexo pasó algo parecido, de la película de poligamia utopista que algunos se montaron en la cabeza cuando no había gamia que valiera, pasaron al poliamor, que ninguno entendió del todo bien, tras lo que pasaron a las relaciones abiertas (brevemente) hasta terminar en una monogamia tradicional de lo más cerrado. Algunos no han llegado todavía. Llegarán.
Por supuesto, el cambio en lo económico también fue radical. De vivir al día, con la cuenta en números rojos y trabajando de cualquier cosa, cualquier oficio que no prometiese nada (en mi experiencia: cuidando castillos hinchables en una feria, recogiendo los listones que tiraban los caballos al saltar los obstáculos en una hípica, haciendo socios por la calle para una ONG…), pasaron a formarse en finanzas, a labrarse una carrera laboral, a hipotecarse, a invertir, a pensar en sus pensiones, y en las pensiones de sus hijos, y en el impuesto de sucesiones, etc. Algunos incluso hicimos carrera de todo ello.
Tres ejemplos, solo eso, tres de los muchos pilares que forman el frente de su Partenón particular, una columnata de pronto totalmente reformada.
What
Tener o no tener algo que perder cambia irremediablemente nuestra manera de estar en el mundo. Y también (o, al menos, eso creo) nos hace desarrollar o no un interés genuino por las cosas que nos rodean.
Con este blog (o newsletter, o cuaderno de abordo), lo que quiero es desarrollar ese interés, obligarme a repensar las cosas, discutir conmigo mismo, volver (de nuevo) a escribir, pero hacerlo ahora desde un ángulo desde el que nunca lo había hecho: aventurándome humildemente dentro de la realidad y no dentro de la ficción.
En mi caso, desde que tengo algo que perder, pienso que el tiempo se me acaba.
Y no quiero irme sin haber intervenido en este mundo. Aunque sólo sea como un mero observador*.
*En mecánica cuántica, el acto de observar un sistema puede alterar su estado, un fenómeno conocido como la influencia del observador. Este principio sugiere que el mero hecho de medir afecta los resultados, lo que plantea reflexiones profundas sobre la relación entre el observador y la realidad.