Ensayo sobre el silencio en tres poemas
«Entiéndase el silencio como un sonido al que no hay que responder.»

De vez en cuando (muy de vez en cuando) me paro a repasar algunos de los poemas que fui escribiendo durante los últimos años. Digo «últimos años» por no decir «toda mi vida», ya que esto último resuena demasiado grave, aunque no es menos cierto.
Después de publicar Meh (Ed. Valparaíso, 2018) he seguido escribiendo algunos poemas (muy a cuenta gotas) y aunque no he encontrado mucha motivación para sacarlos a la luz, sí que los visito de vez cuando de la misma forma que visito aquellos que sí que llegué a publicar.
Hace unos días, en una de estas fugaces visitas, reparé en el peso que ha tenido el concepto del silencio en todo lo que he escrito. Muy probablemente este humilde hallazgo se deba a que hace mucho tiempo que el silencio se ha convertido en un bien escaso (y de lujo) en mi vida: los bebés lloran y roncan y los niños de tres años cuentan historias enlazadas que me mantienen en vilo día tras día y noche tras noche.
El silencio, hasta hace pocos años, fue el territorio en el que mejor y más cómodo me encontraba. Al contrario que a mucha gente, siempre me encantaron las salas de espera, las habitaciones vacías, los largos viajes en autobús (entiéndase el silencio como un sonido al que no hay que responder), ¡las cámaras anecoicas!
Nunca pude leer o escribir con música. Tampoco estudiar. Los pensamientos me van marcando el mismo ritmo que el silencio y no se llevan nada bien con otros compases.
Supongo que de ahí estos tres poemas.
EL SILENCIO (I)
En todas las canciones –dices mientras pones el vinilo en el tocadiscos de tu padre– hay un instrumento diferente que no es de viento ni es de cuerda y que suena entre todos los demás. No hay músico alguno que sepa tocarlo ni documentos en la historia que lo expliquen, pero si me miras a los ojos mientras suena –me dices– podrás ver que completa la canción como el aire llena el árbol, como el cielo hace con la imagen puntual de las estrellas. Hidratante Olivia (Ed. Hiperion, 2015)
EL SILENCIO (II)
Dicen que el silencio no existe que si uno acaba en una cámara anecoica, aislado de todo ruido empezará a escuchar su propia respiración. Y si dejara, por un momento, de respirar comenzaría a escuchar su corazón latir. Y si prestara atención al intervalo, segundo y pico en el mejor de los casos que hay entre un latido y el siguiente escucharía el fluir intermitente de la sangre por las venas. ¿Qué es entonces el silencio? Parece fácil –ahora– adivinarlo: Cuando el niño deja de llorar florece un geranio en la terraza.
EL SILENCIO (III)
Y si pudiera pararse también la circulación de nuestra sangre tal vez escucháramos las voces de los muertos de los que acaban de morir de los que hace tiempo que se murieron de los que aún no están muertos pero casi llegando hasta nosotros desde el fondo para hacernos compañía. ¿Acaso alguien mejor para tener a nuestro lado? En la callada atmósfera de esta piscina a la hora en que el día se disuelve tras al ventanal, compruebo cómo aquello que saben los muertos yo no lo he comprendido todavía.
Besos y abrazos.